Es habitual que, al menos en este país, la vía punitiva sea la habitual para lograr cambios de comportamiento en las personas. El ejemplo más claro y ya tradicional es el tema de las sanciones de tráfico. Dado que al parecer no funciona la concienciación y la educación, la única salida para disminuir los accidentes es el aumento de la sanciones… Y para bien o para mal, parece que la estrategia ha funcionado. Con el tema de la justicia y su uso por parte de los ciudadanos, parece que se va a seguir por la misma vía, olvidando la concienciación e imponiendo tasas supuestamente disuasorias en lugar de invertir en el fomento de otras alternativas para la resolución de conflictos, como por ejemplo, la mediación.
Según el Ministerio de Justicia, la decisión de establecer tasas de acceso a los procesos judiciales en primera y en siguientes instancias tiene la doble finalidad de persuadir a los ciudadanos de hacer un uso excesivo del sistema judicial y, por otro lado, mejorar su financiación y su eficiencia. Aunque dado el contexto de crisis y la política de recortes del gobierno, parece una medida de ahorro-recaudación más que de mejora de la eficiencia. Ahí están las asociaciones de jueces, de todas las tendencias, que muestran su desacuerdo con esta y con otras medidas de reforma por parte del ministerio.
Todo depende, sin embargo, de si el objetivo es cortoplacista o a más largo plazo. Si se trata de alcanzar un resultado rápido, obviamente el aumento de tasas es la mejor vía. Así se consigue que muchas personas se lo piensen dos veces antes de acudir a juicio o simplemente que ni se lo piensen porque no cuentan con medios. Sin embargo, si el objetivo es una mejora de la eficiencia de la justicia, no va por el buen camino, ya que necesita un trayecto de largo recorrido. El camino más eficiente es actuar olvidando la situación coyuntural del momento y buscar una solución a los problemas estructurales del sistema de justicia. Su supuesto mal uso por parte de la ciudadanía solo se puede solucionar con educación y concienciación, así como con innovación y el uso de “nuevas tecnologías” en la resolución de conflictos. Es necesaria una reforma imaginativa que utilice recursos que ya existen y que permitan disuadir a las personas en conflicto de acudir a la justicia por temas importantes pero que no tienen la gravedad suficiente como para acudir a la decisión de un juez. Una de esas “nuevas tecnologías”, que por otra parte no es tan nueva, es la mediación de conflictos.
Desde el punto de vista de quienes trabajamos en la resolución dialogada de los conflictos, nos parece muy obvio que la mediación es la mejor alternativa a los conflictos. Es la más sencilla y económica; la que ahorra más costes en dinero, tiempo y presiones emocionales; la que puede conseguir que la justicia se desatasque… Sin embargo, desde el punto de vista de la gente de la calle, la mediación es una gran desconocida. Para la ciudadanía, la mediación es algo de lo que oyen hablar en los medios de comunicación de manera vaga y demasiadas veces poco precisa; es una forma de resolución de los problemas que no suscita confianza entre la población, porque causa extrañeza que, un procedimiento que no sea obligatorio y en el que una tercera persona no decida, sea capaz de resolver sus problemas.
Culturalmente tenemos demasiado arraigada la idea de que alguien de fuera arregle nuestros problemas y que solo una de las partes puede ganar porque solo una puede tener la razón. La simple idea de que las partes se sienten a hablar para resolver y decidir sobre sus propios asuntos causa recelo y desconfianza, tanto en la capacidad de las partes de encontrar su propia solución como en el funcionamiento de la mediación. Finalmente, hay que añadir a esta desconfianza el hecho de que se prefiere pagar por un procedimiento conocido aunque sea largo y costoso y que “siempre” va a dar con una solución, que pagar por un proceso más barato, pero que no se sabe bien ni cómo funciona ni si dará el resultado buscado. Se confía más en la reyerta que en el diálogo y que la solución y el acuerdo tengan que salir de dos personas que no se pueden ni ver ni hablar suena a pura ciencia ficción.
Dada la diferencia entre la fascinación que sentimos los mediadores por lo que creemos que es el mejor sistema de resolución de conflictos de todos los existentes y el desconocimiento y la desconfianza de la gente respecto a esta, es necesario que una tercera parte “medie” para dar a conocer las grandes bondades de la mediación a toda la ciudadanía. Esa tercera parte debería ser la administración (estatal, autonómica, local), que podría darla a conocer como una forma alternativa a la vía judicial, que permite ahorrar los costes económicos, personales y sociales que conllevan los conflictos, que hace posible la descongestión de los juzgados haciéndolos más eficientes para tratar casos que de verdad necesiten una decisión judicial.
A ningún mediador se le escapa que, de forma indirecta, el aumento de las tasas puede beneficiar a la mediación, pero hay que tener en cuenta que se puede convertir en un regalo envenenado. Si una persona no puede acudir a la vía judicial porque le resulta prohibitiva, no tendrá más remedio que acudir a la mediación como alternativa de último recurso, de la que no sabe nada y en la que tampoco confía porque no la conoce. La mediación sería la justicia de los pobres, de acceso obligado por las circunstancias económicas, no porque se crea verdaderamente en sus ventajas y en sus buenos resultados. A falta de otra cosa… Una buena política de información y de fomento de las vías alternativas de resolución no necesita de grandes aportaciones económicas de las administraciones y evitaría tener en contra a jueces, fiscales, funcionarios judiciales, sindicatos y ciudadanía en general. La mediación ya aporta por sí misma un gran beneficio económico y social sin necesidad de inversión ni financiación pública. Solo hace falta darle la oportunidad de que se conozca entre los ciudadanos por sí misma y no a través de políticas punitivas y de subida de tasas.
Autor: Alfredo Ruiz Sánchez
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